miércoles, 6 de noviembre de 2013


Crónica:

Mi llegada a Marrakech, Marruecos
Entre el caos y el encanto de una ciudad
 

Llegué al Aeropuerto de Marrakech-Menara desde Madrid, en un vuelo, de ida y vuelta, que me costó a menos de cuarenta euros por Ryan Air, una aerolínea irlandesa de bajo costo. El billete de avión lo compré con quince días de anticipación por Internet para conseguir ese precio cómodo. El viaje duró casi dos horas. Salí de ese aeropuerto después de una y mil preguntas del policía de inmigración al ver mi pasaporte peruano, pero sabía que me iba a dejar entrar en su país porque los peruanos no necesitamos visa para viajar a Marruecos. Ya en la calle, cogí un autobús rumbo al centro de la ciudad: la enigmática Plaza de Jamaa el Fna .Pagué algo más de dos euros por ese transporte público.



En esta plaza había un tráfico total, gente y animales por doquier, y un calor sofocante de más de cuarenta grados en pleno agosto. Jamás vi un semáforo, ni pasos de cebras en el centro de la ciudad. Ese disturbio y ese instinto de supervivencia al cruzar calles llenos de peatones temerarios, automóviles irrespetuosos, locas motocicletas, viejas bicicletas, coches de caballos para turistas y burros de carga, no sólo me encantaron, sino que me  fascinaron. Ese espectáculo callejero me decía que estaba en un mundo árabe, tan lejos de la cultura occidental.






La verdad, no tenía un plan estratégico para mi viaje de mochilero en esa ciudad marroquí, así que deambulé alrededor de esta plaza para encontrar un lugar decente y barato para pasar la noche. Mi meta era no pagar más de diez euros, o quizás algo menos. Tenía que administrar bien mi dinero, ahorrar lo más posible, para quedarme más días en este misterioso y embrujante país que ya me empezaba a hechizar.  

Encontré una pensión asequible a cien dirhams la noche: el dírham es la moneda marroquí. Al cambio monetario, te dan alrededor de diez dírhams por un euro. La habitación era amplia y limpia, pero el baño, sin papel higiénico, y la ducha eran compartidas. Había un muchacho amable y vestido con una chilaba blanca en recepción que cuidaba que ningún extraño entrara al edificio y una sufrida señora que no dejaba de fregar los suelos a toda hora, como si fuera una cenicienta cincuentona. El lugar parecía seguro;sin embargo, no dejé  mi tarjeta de crédito en mi habitación. La llevaba siempre conmigo, ocultándola en mi ropa, por si acaso desapareciera por arte de magia y se estropearan mis  usteras vacaciones.

Salí del hotel, me dirigí al banco más próximo y saqué algo de dinero marroquí del cajero automático. Después me puse a dar algunas vueltas por esta plaza y me maravillé presenciando a encantadores de serpientes, circos ambulantes, monos amaestrados, peleas de boxeo, danzas moras, tatuadoras de henna y un largo etcétera.





Esta plaza me encantó a rabiar. Su olor a pócimas mágicas, la música de tambores, los discursos callejeros en árabe y ese ambiente diferente al occidental me hipnotizaron llevándome a unirme a esta maravillosa cultura y su singular gente. Me vi entre la multitud que miraba como unos bereberes jugaban peligrosamente con unas cobras y serpientes de cascabel. Uno de estos artistas reconoció que yo era un extranjero y me pidió una colaboración monetaria: gustoso le di diez dirhams, pero él quiso más y abandoné ese ruedo de espectadores para ir hacia un grupo de personas que estaban viendo a unas bailarinas, que hacían la sensual danza del vientre. Mayor fue mi sorpresa cuando me di cuenta que esas danzarinas eran unos varones disfrazados de odaliscas. No comprendía ese travestismo permitido en un país musulmán.

Me acerqué luego a otro espectáculo callejero donde se escuchaba música magrebí. Vi  unos jóvenes que bailaban contoneando sus hombros hacía atrás y hacía adelante, como si estuvieran poseídos por un demonio. Me quedé extasiado, y quise bailar al ritmo de silbidos de mujeres, palmadas y tambores electrizantes.

 

Ya se hacía de noche y tenía ganas de cenar. Noté que se habían colocado en la plaza unos puestos de comidas que captaban principalmente a turistas. Me senté a comer en uno de esos quioscos y pedí un pincho moruno, una especie de anticuchos, que olía y sabia deliciosamente, y una helada coca cola. Pagué alrededor de veinte euros. Era un precio caro para estar en Marruecos, donde el sueldo mínimo mensual era alrededor de doscientos cincuenta euros. Me pareció entender que los marroquíes pensaban que los turistas extranjeros estaban llenos de dinero y tenían que cobrarles el doble que a los nacionales, algo parecido a Perú. Dejé de pensar que me habían timado y nuevamente me dirigí al centro de la plaza para  seguir mirando a los artistas callejeros.



Ya era medianoche y la gente seguía llegando a este lugar porque ya ese terrible calor había disminuido considerablemente. Me estaba acercando a la multitud que observaba a dos niños haciendo malabares circenses cuando un joven mendigo me pidió dinero, yo caritativo le di diez dirhams; pero este sujeto al ver  que yo había sacado la billetera, aprovechó para pedirme también un billete de diez euros. No acepté tal atrevimiento y educadamente se lo hice saber; sin embargo, él insistía siguiéndome por toda la plaza, así que tuve que decirle que si no me dejaba en paz,llamaría a la policía. Santo remedio: él se fue a buscar a otra víctima ingenua extranjera  para tratar de aprovecharse. Parece ser que los marroquíes tienen miedo a las autoridades. Felizmente la mayor parte de estas personas son amables, humildes, educadas y ,me atrevo a decir, algo ingenuas, sin esa picardía de los peruanos criollos.

Con un poco de temor por ser extranjero, estar solo y ser muy de noche decidí regresar a la pensión satisfecho de haber pasado mi primer día en esta hermosa ciudad: Marrakech.

No hay comentarios:

Publicar un comentario